E tonos azulados, inmenso e imponente, así presidía la entrada el retrato de Federico.
Por lo que parece éste es uno de mis primeros recuerdos del Club Federico García Lorca de la calle Saint Léonard. La memoria intenta resistir los asaltos del olvido o de la metamorfosis del tiempo y, de manera caprichosa, muy a mi pesar, se toma sus licencias y me juega malas pasadas. Además, de forma maliciosa, adorna los acontecimientos o los esconde bien al fondo del hueco de un recuerdo imperfecto.
El cuadro de Federico García Lorca
En aquella época nunca me pregunté quién era el autor del cuadro ni cuánto tiempo hacía que formaba parte de los parroquianos del club.
Seguramente tenía una firma en algún rincón, modesta, a penas visible. ¿Habría sido donado por algún miembro? ¿Habría sido un encargo? El hecho es que Federico nos recibía con su perfil omnipresente, era el símbolo que iba más allá de su propia imagen de poeta. Representaba el conjunto de los sentimientos que nos empujaban a franquear la puerta del local: la fraternidad, la solidaridad, la libertad, el calor de la amistad, los encuentros, las fiestas, los bailes de la noche del sábado y del domingo, las reuniones, las conferencias, las comidas, las ideas comunes de lucha, las alegrías, las penas, los primeros amores, la melancolía y la esperanza del retorno. El Club Federico García Lorca era un rincón de nuestra patria, un oasis donde teníamos la posibilidad de dar nuestras opiniones sin miedo a las represalias del régimen franquista, un espacio vital donde las palabras LIBERTAD PARA ESPAÑA, en un cartel, significaban el nuevo horizonte que debía conquistarse a cualquier precio.
Poco importa lo exacto de los hechos que quedan pegados en mi subconsciente, el impacto es real y los pigmentos del lienzo del retrato de Federico todavía brillan como el cielo de mi Mediterráneo.
 
Georgina Muñoz Gil
Enero de 2010
VidalaGeorgina Muñoz Gil, en 1970, delante del Club García Lorca de la calle Saint Léonard.
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