Ellas se llevaron la banda sonora de su juventud e inconscientemente nos la regalaron poco a poco, día tras día para exorcizar una descolorida tristeza y la pesadumbre de la lejanía.
 
Nuestras madres nos arrullaron con las mismas canciones de cuna que les habían cantado en su niñez. Algunas traían el aroma de romero andaluz: A la nana Nanita,  nanita ea. Mi niño tiene sueño, bendito sea. Otras el olor a pastos asturianos: Duérmete, fíu de l’alma. Que vela’l to suañu. Palombina de blanco. Que non tien aleru…las canciones de los cuatro puntos cardinales mecían a los niños de los emigrantes.
De pronto la casa podía llenarse de sol al compás de un pasodoble: “Francisco alegre tiene un vestío. Con un te quiero que entre suspiros yo le bordé. Torito bravo, no me lo mires de esa manera, deja que adorne tus rizos negros con su montera. Torito noble, ten compasión…”
Las madres tarareaban sus sentimientos, para disimular la nostalgia, destilaban recuerdos al compás de una melodía.
 
Las canciones siempre nos han servido de telón de fondo y nos han acompañado en los grandes acontecimientos de nuestras vidas. Tal vez sea por esta razón que no me sorprendí al susurrarle a mi padre en su último adiós el estribillo que tantas veces había oído a mi madre cantar en  aquella tierra  que al fin y al cabo siempre fue extraña.
“…que entre bordaos, lleva enserrao, Francisco alegre, y ¡ole! Mi corazón.”
 
Georgina Muñoz Gil
Febrero 2010
Las maletas de nuestras madres.
Llegué a Lieja a mediados del 57 de la mano de María, mi madre. Mi padre había emigrado unos meses antes que nosotras.
 
¡Qué doloroso tuvo que ser escoger los escasos enseres que deberían acompañarnos hacia nuestro nuevo hogar! ¿Qué puede caber en el poco espacio de una maleta sino penas, incertidumbres, un par de mudas, unos cuantos retratos de la familia, un frasquito de colonia de Aromas de Oriente, dos vestidos para cada una, una cajita de porcelana … y pocas cosas más.
VidalaGeorgina Muñoz Gil, en 1970, delante del Club García Lorca de la calle Saint Léonard.
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